viernes, 28 de noviembre de 2008

Sobre el sistema de elección de las autoridades universitarias

En nuestro país, en pleno siglo XXI, a los estudiantes universitarios nos mantienen como individuos de segunda clase, sin prácticamente tener la capacidad efectiva de tomar decisiones vinculantes dentro de nuestra Alma Máter, a pesar de que somos la sangre que mantiene viva a esta institución.

Y es que la antiquísima y obsoleta Ley de Universidades (1970) establece en su artículo treinta:

La elección del Rector, del Vicerrector Académico, del Vicerrector

Administrativo y del Secretario se realizará (…) por el

Claustro Universitario integrado así:

1. Por los Profesores asistentes, agregados, asociados, titulares y jubilados;

2. Por los representantes de los alumnos de cada Escuela, elegidos respectivamente en forma directa y secreta por los alumnos regulares de ellas. El número de estos representantes será igual al 25 por ciento de los miembros del personal docente y de investigación que integran el Claustro. (…).

Esto se traduce en que en el Núcleo Anzoátegui de la Universidad de Oriente, con algo menos de 300 profesores ordinarios con escalafón de asistente o superior y aproximadamente unos 18 mil estudiantes, el voto de 240 estudiantes equivalen al voto de sólo un profesor.

De esta forma los estudiantes no importamos realmente a la hora de elegir a nuestras autoridades, sólo le servimos a los candidatos en el caso hipotético de que el voto profesoral se encuentre muy cerrado, y eso únicamente si el estudiantado se encuentra verdaderamente cohesionado.

Esta situación no sólo puede producirnos resquemor desde el punto de vista puramente filosófico o ético, al comprender que como grupo de interés nos encontramos realmente marginados, sino que además tiene un efecto en nuestro día a día. Al ser un colectivo con una importancia mínima en la toma de decisiones, las autoridades desarrollan un interés igualmente mínimo en satisfacer nuestras necesidades. Así nos encontramos con baños insalubres, bebederos en donde no podemos beber, aulas con escasez de pupitres o sin una aclimatación apropiada, poco desarrollo de las actividades extra-académicas, problemas con las rutas de transporte estudiantil y un gran etcétera.

Quienes defienden el actual sistema muy probablemente argumentarán que es necesario para preservar la “academia”, pero quienes hemos tenido la oportunidad de presenciar elecciones universitarias, ya sea en la UDO o en otras universidades autónomas, hemos podido observar cómo la política universitaria tiene aquel gusto a politiquería barata, donde diversos grupos luchan por parcelas de poder, ni siquiera por diferencias ideológicas, sino por la simple y llana necesidad de llenar sus egos con cargos y sus bolsillos con el presupuesto universitario. Hemos visto incluso la formación de mafias y bandas de choque quienes, cual mercenarios, defienden los intereses del mejor postor.

También hemos observado cómo en algunos casos ingresan profesores sin una verdadera preparación académica, sólo por su afinidad con los intereses de poder del grupo gobernante en turno para así aumentar los votos en una próxima ocasión, e incluso abundan las anécdotas de profesores que sí poseían los méritos para impartir conocimientos en la "Casa más Alta" pero que fueron obligados a inscribirse en movimientos profesorales, a riesgo de no conseguir trabajo en caso de negarse.

Pienso yo, si ésta es la academia que dicen defender, ¡entonces derrumbemos esta arcaica y corrupta academia!, y preparemos los cimientos para la construcción de una nueva academia que deje en los libros de historia a la figura medieval y reaccionaria del “Claustro Universitario” y que realmente se encargue de “la tarea de buscar la verdad y afianzar los valores trascendentales del hombre”.

Los "paleoacademicistas" también aseveran que el voto de un estudiante es más fácil de "comprar" que el de un profesor, o que votará de una forma menos meditada. Ambas cuestiones son parcialmente correctas, pero aunque un estudiante sea supuestamente más fácil de convencer, ya sea mediante argumentos o actos innobles, también es cierto que es mucho más costoso convencer o controlar a 18 mil individuos que a unos 300, aunque el costo per cápita de los primeros sea significativamente menor; siendo además mucho más difícil filtrar a los nuevos estudiantes que pudieran tener opiniones “incómodas” en comparación al filtro aplicado a los profesores.

Por otra parte, la supuesta ignorancia del estudiante no es una causa de este sistema, sino una consecuencia, el estudiantado al no ser escuchado se vuelve apático e influenciable, al cambiar el sistema necesariamente se iniciaría un proceso de concientización estudiantil, ya sea programado y dirigido por los movimientos estudiantiles o generado de forma espontánea en la mayoría de los individuos. Como nota anecdótica, durante las pseudodemocracias venezolanas del siglo XIX, las élites en el poder reservaban el derecho al voto sólo para aquellos que poseyeran más de una cierta cantidad preestablecida de recursos, logrando así que sólo una minoría muy reducida decidiera los destinos del país; ¿la excusa?, según ellos las personas pobres o iletradas eran demasiado influenciables y se les podría comprar el voto fácilmente. Seguro habrá más de un nostálgico, aunque no lo admita públicamente.

Esta situación va incluso más allá, si el estudiantado es un colectivo de segunda clase, existen sectores que a los ojos de nuestro sistema electoral actual ni siquiera existen.

Los profesores contratados, al no encontrarse dentro del escalafón, no tienen derecho al voto, a pesar de que ellos también viven y sienten los problemas de nuestro día a día universitario. Puedo comprender que a un profesor recién contratado no se le permita votar, si se le permitiera aumentaría drásticamente la práctica de conseguir profesores afines que sean votos duros para los grupos de poder. Pero lo que no puedo comprender es cómo un profesor contratado con más de diez o quince años dentro de la universidad, que conoce y comprende la realidad interna, no pueda ejercer en la práctica su derecho a opinar y a elegir sus representantes.

Otro de los argumentos que esgrimen los conservadores es que un profesor ordinario podría encontrarse en la universidad por 25 años o incluso más, y una mala decisión le afectaría más que a los estudiantes quienes teóricamente sólo estarán por cinco años. Pero esto se convierte en un argumento progresista al recordar a otro grupo ignorado, e incluso más numeroso, como son los trabajadores y empleados. Estos ciudadanos también podrían laborar en el recinto universitario por 25 años o más, también viven y sufren las malas decisiones de nuestras autoridades, conocen los vaivenes y entresijos de la política interna, pero según nuestro primitivo sistema electoral no existen. Se encuentran tan olvidados en la Ley de Universidades que los empleados administrativos sólo son nombrados una vez y los trabajadores y obreros ni siquiera una.

La necesidad de reformar la Ley de Universidades es apremiante y éticamente imperativa, pero el que no se haya reformado todavía una ley con casi cuarenta años de edad no obedece, a pesar de lo que podría pensarse, a una simple falta de voluntad política. ¡Los principales opositores a cualquier reforma son nuestras propias autoridades! Cada vez que algún diputado de la Asamblea Nacional siquiera asoma la posibilidad de debatir una reforma a la Ley de Universidades, aparece algún rector en los medios de comunicación pidiendo a gritos respeto a la autonomía.

Y es que, a riesgo de caer en una falacia ad hóminem, nunca dejará de sorprenderme que quienes afuera se rasgan las vestiduras hablando de democracia y autonomía, adentro procuran continuar malogrando y pisoteando la democracia interna en pro de mantener sus espacios de poder.

¿Qué se debe cambiar en cuanto al sistema de elección de las autoridades? Algún compañero estudiante podría pedir que el voto sea uno a uno entre estudiantes y profesores, pero en este caso el remedio sería peor que la enfermedad, pasaríamos de tener a un estudiantado ignorado como grupo a tener un profesorado que, como grupo de interés, dejaría de tener fuerza alguna a la hora de elegir a las autoridades.

La mejor solución, en mi opinión, sería establecer el voto paritario entre profesores, estudiantes y trabajadores tal y como lo establece la segunda acepción de la definición de paritario que nos entrega la RAE: “Dicho de una comisión o de una asamblea: Que las diversas partes que la forman tienen igualdad en el número y derechos de sus miembros.“ De esta forma cada grupo tendría la misma cantidad de votos que los demás. Daré un ejemplo para aclarar el concepto, tenemos 100 profesores, 500 estudiantes y 300 trabajadores y empleados, tomamos el menor número de los tres y a los demás les otorgamos esa misma cantidad de votos efectivos, por tanto los 500 votos estudiantiles equivaldrían a 100 votos profesorales, y de igual modo con los trabajadores y empleados.

Usando este método podremos tomar en su justa medida las opiniones de los tres grupos, sin que ninguno se imponga a los demás, obteniéndose autoridades comprometidas con todos los grupos. Otro cambio sería el otorgar el derecho al voto a todos aquellos profesores ordinarios o contratados que posean más de dos años ejerciendo en la universidad, tiempo necesario para que un instructor pase a ser profesor asistente.

La única forma de lograr este cambio democratizador es mediante la lucha y presión dentro de las mismas universidades. Mientras el estudiantado no se una (junto a los trabajadores, empleados y los profesores conscientes) la opinión pública seguirá creyendo que la voz rectoral es la única válida para el recinto universitario, impuesta como pensamiento único a toda la comunidad universitaria. Debemos levantarnos y luchar por nuestros derechos, siguiendo los ejemplos dados por el "grito de Córdoba" de 1918 y el “Mayo francés” de 1968, sólo unidos lograremos la victoria.

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